El loco
John
fue siempre un buen hombre: centrado, trabajador, decente, buen hijo, buen
amigo. Nacido y criado en Inglaterra, John jamás pensó en morir en otro lugar.
De hecho, jamás pensó en ningún otro lugar. Jamás hizo caso de fotos de lugares
lejanos, para el solo existía Inglaterra. Su concepto del mundo se reducía a
cielos grises y lluvia, frío en invierno y un poco de sol en verano. Y John
habría muerto en Inglaterra sin saber jamás del mundo si no hubiera sido porque
su mejor amigo se fue a vivir a Grecia.
De un día al otro John se encontró
profundamente solo. La amistad que guardaba con aquel hombre que conocía desde
su niñez era lo que le daba balance a su vida. John sintió repentinamente toda
la angustia y la soledad que nunca antes había experimentado en su predecible y
cómoda vida. Fue entonces cuando decidió que el también dejaría Inglaterra, así
que tomó un globo terráqueo y comenzó a hacerlo girar y girar y decidió que
iría al lugar donde su dedo apuntara. Por supuesto, ignoró los primeros
intentos pues su dedo señalaba algún lugar en medio de algún mar. Hasta que por
fin su dedo señaló tierra y bajo su dedo cayó México y en México, Veracruz. Era
de esperarse que John no tuviera idea del lugar donde su dedo había caído.
Tampoco tenía idea de cómo llegar allá y mucho menos que ahí se hablaba un
lenguaje diferente al suyo. Pero finalmente consiguió hacerse entender en los
lugares requeridos y tomó un barco y cruzó el océano atlántico.
Y así, el inglés llego un día,
cuentan las historias, a la selva veracruzana. Nunca nadie en Veracruz vio al
inglés centrado y correcto que John había sido antes. Cuando llego era ya el
hombre de los ojos perdidos y del hablar extraño. John fue conocido, desde
siempre, como el loco.
Pero era cierto, John para ese
entonces ya estaba verdaderamente loco. No se había repuesto de la maravilla de
ver tanto mar por tanto tiempo y de la angustia infinita de haberlo dejado
todo. Cuando llegó a Veracruz, se encaminó al norte y sus ojos y su débil
corazón no pudieron más cuando la selva apareció magnífica ante sus ojos. Fue
entonces cuando John no pudo más.
Y cuenta la historia que aquel inglés
utilizó el rollo de dinero que traía en su bolsa para comprar una propiedad en
medio de la selva. Entonces, bajo los ojos extrañados de la gente local, John
se dedicó a construir con sus propias manos una casa.
Pero John jamás tuvo en mente una casa, lo que el construyó
fue un artefacto de comunicación con la selva, fue su manera de acercarse a
ella, de bailar con ella, de hablarle. Es por eso que hay escaleras que no
llevan a ningún lado o que terminan en un muro cubierto por enredaderas, por
eso hay columnas romanas de 20 metros en cuya parte alta hay una maceta enorme
llena de helechos como queriendo parecerse a los helechos arborescentes que las
rodean, por eso hay planchas de concreto levantadas aquí y allá porque John
quería alcanzar a la selva que se alzaba imparable hacia las alturas, por eso
hay más selva que muros y escaleras y por eso no hay techos. John amaba a esa
selva y lo dio todo por ella y por eso hay fragmentos de un laberinto
esparcidos por todos lados porque era la manera en que John andaba buscando lo
que se le había perdido. Aun hoy se puede ver la casa del loco, como se le
conoce por allá, ya medio devorada por la selva que lo enloqueció y en la que
acabó por perderse.
Imagen de Christian Von Wissel. |