No pasa nada
En algún lugar, la arena del reloj se atasca, regresa, fluye más
despacio. Su flujo de silicatos corroe el cristal, su lentitud ulcera.
Allá, más lejos, la nube gira en su propio eje, su derrotero se
incendia, su estela sube a las estrellas y la lluvia tarda siglos en caer.
Cerca del horizonte el sol no se esconde, ni el beso se consuma, ni
la esperanza huele a mañana. Solo la luna, agotada, sigue su recorrido.
En algún lugar, la ola se detiene en el aire, los sargazos y los
caracoles se pudren antes de secarse. La curva de la ola se vuelve polvo.
Dentro de algún tornado el aire suspendido se enmohece, el corazón
no explota, el viento huele a futuro y las ráfagas gotean muy lentamente.
Allá arriba en el cielo, un mar de galaxias se frenan al unísono.
Solo se escucha un hondo rechinar de astros, un cauce que de pronto flota.
En el bosque, cada gota de humo es una crisálida que espera un
verano, una metamorfosis que va y viene, un segundo de un tiempo detenido.
Más allá hay una noche de quemantes caricias, de apresurados besos
que se evaporan en la piel. Hay adormilados dedos que rozan el amanecer.
Y el viento no ulula ni se eleva, solo se queda ahí (quietecito),
con su olor a moho y hollín, con sus ganas de ser huracán y suave monzón.
Hay un mar con olas suspendidas, con sargazos que echan raíces,
donde los peces tienen agallas como alas y temen caer a las profundidades.
Dentro de la lluvia las palabras no son pronunciadas, los secretos
siguen guardados, las confesiones son de cristal. Nada llega a su destino.
En la profundidad de las trincheras, las placas tectónicas no se
mueven, el deseo no encuentra puerto y el mar no oscila. Nada, no sucede nada.